Si casi todos los hombres son capaces de utilizar una gran fortuna, la dificultad comienza cuaando la suma es pequeña. La mujer permaneció fiel a sí misma. Cerca ya de la muerte, quiso dar abrigo a sus viejos huesos. Se le ofreció una verdadera oportunidad. En el cementerio de la ciudad acababa de expirar una concesión, y en ese terreno los propietarios habían levantado un suntuoso panteón, sobrio de líneas, de mármol negro, un verdadero tesoro, en verdad, que le dejaban por la suma de cuatro mil francos. Ella compró el panteón. Era valor seguro, independiente de las fluctuaciones de la bolsa y de los acontecimientos políticos. Hizo arreglar la fosa interior y la mantuvo lista para recibir su cuerpo. Una vez terminadas las obras, mandó grabar su nombre en letras mayúsculas en oro.
Le causó tanta satisfacción todo aquello que llegó a concebir un verdadero amor por su tumba. Al principio iba a ver la marcha de las obras. Y luego terminó por visitarse todos los domingos por la tarde. Era ésa su única salida y su única distracción. Hacia las dos de la tarde, recorría el largo trayecto que llevaba a las puertas de la ciudad donde se hallaba el cementerio. Entraba en el pequeño panteón, cerraba cuidadosamente la puerta y se arrodillaba en el reclinatorio. De esta manera, puesta en presencia de sí misma, comparando lo que ella era y lo que iba a ser, encontrando el eslabón de una cadena siempre rota, penetró sin esfuerzo en los secretos designios de la Providencia. Por un símbolo singular, llegó a comprender un dia que estaba muerta a los ojos del mundo. El día de los santos, en que llegó más tarde que de costumbre, encontró el umbral de la puerta piadosamente adornado con violetas. Por una delicada atención, unos desconocidos, apiadados ante aquella tumba sin flores, habían compartido las suyas y honrado la memoria de aquel muerto abandonado a sí mismo.
Albert Camus
miércoles, 24 de noviembre de 2010
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