Sus ojos parecían armados del rayo de la Excomunión. A poco que se contemplara a aquella mujer, conocíase que dondequiera que ella imperase no habría más arbitrio que matarla u obedecerla. Y, sin embargo, su gesto no expresaba crueldad ni mala intención, sino estrechez de principios y una intolerancia de conducta incapaz de transigir en nada ni por nadie.
Esta señora vestía saya y jubón de alepín negro de la reina, y cubría la escasez de sus canas con una toquilla de amarillentos encajes flamencos.
Sobre la falda tenía abierto un libro de oraciones, pero sus ojos habían dejado de leer, para fijarse en un niño de seis a siete años, que jugaba y hablaba solo, revolcándose sobre la alfombra en uno de los cuadrilongos de luz de sol que proyectaban los balcones en el suelo de la anchurosa estancia.
Este niño era endeble, pálido, rubio y enfermizo, como los hijos de Felipe IV pintados por Velázquez. En su abultada cabeza se marcaban con vigor la red de sus cárdenas venas y unos grandes ojos azules, muy protuberantes. Como todos los raquíticos aquel muchacho revelaba extraordinaria viveza de imaginación y cierta iracundia provocativa, siempre en acecho de contradicciones que arrostrar.
Vestía, como un hombrecito, medias de seda negra, zapato con hebilla, calzón de raso azul, chupa de lo mismo, muy bordada de otros colores, y luenga casaca de terciopelo negro.
A la sazón se divertía en arrancar las hojas a un hermoso libro de heráldica y en hacerlas menudos pedazos con sus descarnados dedos, acompañando la operación de una charla incoherente, agria, insoportable, cuyo espíritu dominante era decir: «-Mañana voy hacer esto. -Hoy no voy a hacer lo otro. -Yo quiero tal cosa. -Yo no quiero tal otra...», como si su objeto fuese desafiar la intolerancia y las censuras de la terrible anciana.
¡También infundía terror el pobre niño!
Pedro Antonio de Alarcón
viernes, 22 de octubre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario