martes, 29 de junio de 2010

El Señor Pascual

El señor Pascual llevaba varios años ya en el manicomio y ni una sola vez había sido infiel a su rutina. Como un reloj de maquinaria Suiza, todos los días a las doce menos diez del mediodía, cruzaba a toda prisa los pasillos de la primera planta murmurando una retahila incomprensible.

Antes de salir a la calle, se tomaba unos instantes para increpar al celador y malhumoradamente proseguía su camino. Caminaba de forma cuidadosa por el estrecho sendero de baldosas, procurando con su pie derecho no cubrir ni una sola línea y con el izquierdo no dejar de pisarlas.

Una vez en la zona ajardinada, corría en dirección al aparcamiento del sanatorio haciendo aspavientos para asustar a las palomas. Delante de la señal de prohibido aparcar que delimitaba el espacio reservado para ambulancias, se quedaba inmóvil como una esfinge y comenzaba a aullarle durante una hora.

Transcurrida la misma, repetía mecánicamente su ritual mientras regresaba, entraba sonriente al comedor, y con una voz enérgica y penetrante gritaba: - ¡¡¡ Nadie, aullando a la Luna, alcanza amor ni fortuna!!!

Kiko Vallejo

domingo, 20 de junio de 2010

El barrio de casas iguales

En el barrio de casas iguales,
dos señoras vestidas de la misma manera,
mantienen la conversación de todos los días.

En el barrio de casas iguales,
dos señores abren a las ocho el portón de su garage,
se ajustan sus corbatas y afrontan su rutina.

En el barrio de casas iguales,
dos niñitas con coletas ríen y corren a la par,
mientras marchan a la escuela.

En el barrio de casas iguales,
a las doce de la noche
nada se convierte en calabaza.

Kiko Vallejo

sábado, 19 de junio de 2010

El Bigote

Castillo de Solles, lunes 30 de julio de 1883.

Querida Lucía, nada nuevo. Vivimos en el salón viendo cómo cae la lluvia. No se puede salir con este tiempo horroroso; entonces hacemos teatro. Qué estúpidas son, querida, las obras de teatro del repertorio actual. Todo es forzado, todo es grosero, pesado. Las bromas impactan como las balas de cañón, rompiéndolo todo. Ni rastro de espíritu, de naturalidad, ningún humor, ninguna elegancia. Estos literatos por cierto no saben nada del mundo. Ignoran por completo cómo pensamos y cómo hablamos nosotros. Tolero perfectamente que desprecien nuestras costumbres, nuestras convenciones y nuestros modales, pero no les permito en absoluto que no los conozcan. Para ser finos, hacen juegos de palabras que podrían servir para alegrar un cuartel militar; para ser joviales nos sirven un ingenio que han debido cosechar en las alturas del bulevar exterior, en esas cervecerías llenas de artistas en las que se repiten, desde hace cincuenta años, las mismas paradojas de estudiante.

En fin, hacemos teatro. Como sólo somos dos mujeres, mi marido desempeña los papeles de doncella, y para ello se afeitó. No te imaginas, querida Lucía, qué cambiado está, ya no lo reconozco... ni de día ni de noche. Si no dejase crecer enseguida su bigote creo que le sería infiel, de tanto que me disgusta así.

En serio, un hombre sin bigote deja de ser un hombre. No me gusta mucho la barba que casi siempre da un aspecto desaliñado, pero el bigote, ¡ay, el bigote!, se hace imprescindible en una fisonomía viril. No, nunca podrías imaginar cuán útil resulta para la vista y... las relaciones entre esposos... este pequeño cepillo de vello en el labio. Se me han ocurrido un montón de reflexiones sobre este tema que apenas me atrevo a contarte por escrito. Te las diré de buena gana... en voz baja. Pero las palabras que expresan ciertas cosas son tan difíciles de encontrar, y algunas palabras insustituibles, resultan tan feas sobre el papel, que no puedo escribirlas. Y además, el tema es tan complejo, tan delicado, tan escabroso, que necesitaría una ciencia infinita para abordarlo sin peligro.

¡En fin! Da igual si no me entiendes. Y además, querida, procura leer entre líneas.

Sí, cuando mi marido me llegó afeitado, enseguida supe que jamás sentiría debilidad por un comediante, ni por un predicador, aunque fuese el padre Didon, el más seductor de todos. Y cuando más tarde estuve a solas con él (mi marido), fue mucho peor. ¡Oh! querida Lucía, nunca te dejes besar por un hombre sin bigote; sus besos no tienen ningún sabor, ninguno, ninguno! Ya no tiene ese encanto, esa suavidad y esa... pimienta, sí, esa pimienta del auténtico beso. El bigote es su guindilla.

Imagínate que te apliquen en el labio un pergamino seco... o húmedo. Esa es la caricia del hombre afeitado. Desde luego ya no merece la pena.

¿De dónde viene pues la seducción del bigote, me preguntarás? ¿Acaso lo sé?

Primero te produce un delicioso cosquilleo. Te roza la boca y sientes un escalofrío agradable por todo el cuerpo, hasta la punta de los pies. Es él quien acaricia, quien estremece y sobresalta la piel, quien otorga a los nervios esa vibración exquisita que te arranca ese pequeño "¡Ah!", como si una tuviese mucho frío.

¡Y en el cuello! Sí, ¿has sentido alguna vez un bigote en tu cuello? Eso te embriaga y te crispa, te baja por la espalda, te llega hasta la punta de los dedos. Te retuerces, mueves los hombros, echas la cabeza hacia atrás. Una desearía huir y quedarse; ¡es adorable e irritante! ¡Pero qué sensación tan agradable!

Hay más todavía... ¡de verdad, ya no me atrevo! Un marido que te quiere del todo sabe encontrar un montón de recónditos lugares donde esconder sus besos, de los cuales una no se percataría nunca sola. Pues bien, sin bigote esos besos también pierden mucho de su sabor; ¡sin contar que se vuelven casi indecentes! Explícalo como puedas. En cuanto a mí, ésta es la razón que lo justifica. Un labio sin bigote está igual de desnudo que un cuerpo sin ropa; y, la ropa siempre hace falta, muy poca si tú quieres, ¡pero es necesaria!

El Creador (no me atrevo a escribir otra palabra al hablar de estas cosas), el Creador tuvo el detalle de velar todos los amparos de nuestra carne donde tenía que esconderse el amor. Una boca afeitada se me parece a un bosque talado alrededor de alguna fuente a donde se va a comer y dormir.

Eso me recuerda una frase (de un político) que desde hace tres meses me está dando vueltas en la cabeza.

Mi marido, que lee los periódicos, me leyó, una noche, un discurso singular de nuestro ministro de agricultura que se llamaba entonces el señor Méline, ¿habrá sido sustituido por otro? Lo ignoro.

No estaba escuchando, pero el nombre de Méline me llamó la atención. Me recordó, no sé muy bien porqué, las escenas de la vida de Bohemia. Creí que se trataba de una modistilla. Así fue cómo memoricé unos fragmentos de este discurso. Entonces el señor Méline les hacía a los habitantes de Amiens, creo, esta declaración cuyo significado llevaba buscando hasta la fecha: "No hay patriotismo sin agricultura". Pues ese significado, lo he hallado hace un rato; y he de confesarte que no hay amor sin bigote. Cuando uno lo dice de este modo suena raro, ¿verdad?

¡No hay amor sin bigote!

"No hay patriotismo sin agricultura", afirmaba el señor Méline; y tenía razón ese ministro, ¡ahora lo entiendo!

Desde otro punto de vista, el bigote es esencial. Determina la fisonomía. Te da un semblante dulce, tierno, violento, de rudo, de golfo, ¡de atrevido! El hombre barbudo, realmente barbudo, el que lleva todo el pelo (¡oh!, ¡qué palabra más fea!) en las mejillas no tiene finura en la cara, pues quedan ocultos sus rasgos; y la forma de la mandíbula y del mentón revelan muchas cosas a quien sabe ver. El hombre con bigote conserva su aspecto propio y su elegancia al mismo tiempo.

¡Y qué variados son esos bigotes!

Tanto son solapados, rizados, como coquetos. ¡Estos parecen querer a las mujeres por encima de todo!

Tanto son puntiagudos, como agujas, amenazadores. Éstos prefieren el vino, los caballos y las batallas.

Tanto son enormes, caídos, espantosos. Éstos enormes suelen disimular un carácter excelente, una bondad que linda con la debilidad y una dulzura que se confunde con la timidez.

Además, lo que primero me encanta del bigote es que sea francés, muy francés. Procede de nuestros padres los galos y luego perduró como señal de nuestro carácter nacional.

Es fanfarrón, galante y bravo. Se empapa graciosamente de vino y sabe reír con elegancia, mientras que las anchas mandíbulas barbudas son pesadas en todo lo que hacen.

Por cierto, me acuerdo de una cosa por la que lloré con fuerza y que me hizo también, ahora me doy cuenta de ello, amar el bigote en los labios de los hombres.

Fue durante la guerra, en casa de papá. Era jovencita por aquel entonces. Un día hubo un combate cerca del castillo. Llevaba toda la mañana oyendo cañonazos y disparos, y por la noche un coronel alemán entró y se instaló en nuestra casa. Luego, al día siguiente se marchó. Fueron a avisar a mi padre de que había muchos muertos en los campos. Los mandó traer a casa para enterrarlos juntos. Los tumbaban a lo largo de la gran avenida de abetos, por ambos lados, a medida que iban llegando; y como empezaban a oler mal, se les echaba tierra en el cuerpo mientras se esperaba a que hubieran cavado la fosa común. De este modo ya no se veía más que sus cabezas que parecían salir del suelo, igual de amarillas, con sus ojos cerrados. Quise verlos; pero cuando descubrí aquellas dos largas líneas de horribles caras, pensé que iba a perder el sentido; y me puse a examinarlas, una tras otra, procurando adivinar lo que habían sido esos hombres.

Los uniformes estaban enterrados, ocultos bajo la tierra, y sin embargo de repente, sí querida, de repente reconocí a los franceses, ¡por su bigote!

Unos se habían afeitado el día mismo del combate, ¡como si hubiesen querido ser coquetos hasta el último momento!. No obstante, su barba había crecido un poco, pues sabes que la barba sigue creciendo aún después de la muerte. Otros parecían tenerla de ocho días, pero todos al fin llevaban el bigote francés, muy distinto, el orgulloso bigote, que parecía estar diciendo: "No me confundas con mi vecino barbudo, pequeña, soy de los tuyos". Y lloré, ¡oh!, lloré mucho más que si no los hubiese reconocido de esta manera, a esos pobres muertos.

Hice mal en contarte esto. Ahora estoy triste y me siento incapaz de charlar por más tiempo.

Venga, adiós, querida Lucía. Te envío un abrazo con toda mi alma. ¡Viva el bigote!

Jeanne.

Guy de Maupassant

miércoles, 16 de junio de 2010

La casa de Asterión (fragmento)

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Jorge Luis Borges

martes, 15 de junio de 2010

Club Social 2

Hoy ha sido un dia de festejos.

Hemos entonado cánticos

y bailado durante varias horas.

Hemos lanzado petardos

y contado chistes en la sobremesa.

La algarabia,

el júbilo,

las carcajadas,

han sido derrochadas.

Hoy tras varios meses,

hemos vuelto a comer un filete

en el club social.

Kiko Vallejo

lunes, 14 de junio de 2010

El Principito (framento)

El principito atravesó el desierto y no encontró más que una flor. Una flor de tres pétalos, una flor insignificante...

-¡Buenos días! - dijo el principito.

-¡Buenos días! - respondió la flor.

-¿Donde están los hombres? - preguntó cortésmente el principito.

La flor habia visto un día pasar una caravana.

-¿Los hombres? Creo que no existen más que seis o siete. Los vi hace años; pero no se sabe nunca donde encontrarlos. El viento los lleva, pues no tienen raíces. Y no tenerlas les causa amargura.

-¡Adiós! - dijo el principito.

-¡Adiós! - dijo la flor.

A. de Saint Exupéry

domingo, 13 de junio de 2010

La Casada Infiel

Y que yo me la lleve al río

creyendo que era mozuela

pero tenía marido.



Fue la noche de Santiago

y casi por compromiso.

Se apagaron los faroles

y se encendieron los grillos.

En las últimas esquinas

toque sus pechos dormidos,

y se me abrieron de pronto

como ramos de jacintos.

El almidón de su enagua

me sonaba en el oído

como una pieza de seda

rasgada por diez cuchillos.

Sin luz de plata en sus copas

los árboles han crecido

y un horizonte de perros

ladra muy lejos del río.



Pasadas las zarzamoras,

los juncos y los espinos,

bajo su mata de pelo

hice un hoyo sobre el limo.



Yo me quite la corbata.

Ella se quitó el vestido.

Yo el cinturón con revólver.

Ella sus cuatro corpiños.



Ni dardos ni caracolas

tienen el cutis tan fino,

ni los cristales con luna

relumbran con ese brillo.



Sus muslos se me escapaban

como peces sorprendidos,

la mitad llenos de lumbre,

la mitad llenos de frío.



Aquella noche corrí

el mejor de los caminos,

montado en potra de nacar

sin bridas y sin estribos.



No quiero decir, por hombre,

las cosas que ella me dijo.

La luz del entendimiento

me hace ser muy comedido.



Sucia de besos y arena

yo me la lleve al río.

Con el aire se batían

las espadas de los lirios.



Me porté como quien soy,

como un gitano legítimo.

Le regalé un costurero

grande, de raso pajiso,

y no quise enamorarme

porque teniendo marido

me dijo que era mozuela

cuando la llevaba al río.


Federico García Lorca

sábado, 12 de junio de 2010

Club Social 1

En nuestro club social

solo hay tres miembros.

Todos cagamos a diario

y si alguno se tira un pedo

saltando,

queda totalmente exhimido

de toda culpa.

Kiko Vallejo

 

jueves, 10 de junio de 2010

Diálogos de los Muertos (fragmento)

HERMES.- Ahora barquero, si te parece bien, vamos a echar cuentas de todo lo que me debes, para no volver a tener discusiones sobre este tema.

CARONTE.- Estoy de acuerdo, contemos Hermes. Será mejor para ambos que este asunto quede bien aclarado.

HERMES.- Me pediste que te trajera un ancla: lo que hace cinco dracmas.

CARONTE.- Me la pones muy cara, me parece.

HERMES.- No te miento, por Plutón, que la compré por ese precio; y adquirí también una correa de cuero para un remo por dos óbolos.

CARONTE.- Entonces apunta cinco dracmas y dos óbolos.

HERMES.- ... y también compré una aguja para la vela; y por ella pagué cinco óbolos más.

CARONTE.- Pues apunta también esos cinco óbolos.

HERMES.- ... además de cera para tapar grietas, clavos, y una cuerda para que hicieras la hipera, me costó todo dos dracmas.

CARONTE.- Pagaste un precio muy alto.

HERMES.- Si no me olvido de nada, todo está en la cuenta. Ahora tú dirás cuándo vas a pagarme.

CARONTE.- Es imposible en este momento, Hermes, pues el negocio no funciona demasiado bien; pero si alguna peste o guerra me manda algún grupo de víctimas, podría reunir algo de dinero haciendo un poco de trampa con el precio de los pasajes.

HERMES.- ¿Me estás pidiendo que me cruce de brazos y pida a los dioses que se produzcan espantosas calamidades, para poder cobrar?

CARONTE.- No podrá ser de otra forma, Hermes. Pues, como puedes comprobar, no llega mucha gente aquí abajo: estamos viviendo tiempos de paz.

HERMES.- Así lo prefiero, aunque no cumplas el pago de tu deuda. Ah, por cierto, no recuerdas como eran los antiguos que venían hasta nosotros: se trataba de hombres valientes, y muy malheridos. En cambio, ahora, los muertos llegan envenenados por los hijos o esposas, o con el vientre o las piernas inflamados, vulgarmente pálidos, con ningún parecido a los otros. Además, estos últimos mueren casi todos por causas relacionadas con maquinaciones tramadas entre ellos por dinero.

CARONTE.- Debo reconocer que el dinero es algo muy deseable.

HERMES.- Entonces no te parecerá mal que yo te exija de forma implacable e insistente el pago de tu deuda.

Luciano de Samosata

domingo, 6 de junio de 2010

Noche del Infierno (fragmento)

He bebido un colosal trago de veneno.
- ¡Tres veces bendito el consejo que me ha llegado! -
Las entrañas me queman.
La violencia de la pócima tuerce mis miembros,
me hace deforme,
me embiste.

Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar.
¡Esto es el infierno, el castigo infinito!
¡Miren cómo el fuego crece!
Me quemo como es preciso.

¡Ven, demonio!

Arthur Rimbaud

viernes, 4 de junio de 2010

A mi última musa

Necesito mi jodida concentración.
Desde que te conocí no pienso en otra cosa.

Me arrinconas en ese pasillo estrecho,
me besas, te restriegas contra mi,
y con ese descaro me dices que soy un capricho.
Pequeña insolente, hay caprichos que se pagan caros.

Te metes en mi cama sin dudarlo,
pero no te hago el amor,
pienso, vete a la puta mierda,
después te arropo y te abrazo.

Me buscas con la mirada,
provocas encuentros casuales,
te tumbas conmigo en la hierba,
te cansas y me tiras como a una colilla.

Te busco con la mirada,
reclamo tus envenenadas caricias,
nos abrazamos largo rato,
al final apartas de nuevo tu boca.

He entendido que es la experiencia,
cometer los mismos errores del pasado,
ser consciente de ello
y continuar haciéndolo.

Nada más hay que convencerse
de que a veces se está solo.
La consigna esta clara, subamos al monte Parnaso
y asesinemos a todas las musas.

Kiko Vallejo

jueves, 3 de junio de 2010

La Vida es Sueño (fragmento)

Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;

sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;

sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Calderón de la Barca